Sí, malísimo hablar de amor, diug, qué cursi. Qué palabra de mierda. Pero todos caímos, estamos cayendo o vamos a caer. O a subir. Depende qué sea para nosotros ese desfigurado, toqueteado y manoseado concepto.
El otro día me pregunté con qué se sentía. Con la cabeza, seguro que no. Con el corazón tampoco, es un órgano que bombea sangre y punto. El alma es una mentira inventada por viejos filósofos que fue usada por la religión y bastardeada por la ciencia. Entonces, al no poder descubrir la ubicación física de eso que nos hace sentir, llamémoslo nosequé. El nosequé -obviamente- no sabe. No sabe nada. Solamente siente.
Hay veces que por algún motivo, o varios, la mente choca con el nosequé. Porque esta sí sabe. La parte pensante se opone al otro ser que formaba parte del vínculo, y, estúpidamente (pero, pobre, no le digan así que no tiene la culpa de no poder pensar) el nosequé se alía a ese enemigo de la conciencia. Entonces termina siendo una lucha entre el nosequé y la propia mente. Entonces explotás.
Mentira, no explotás, eso es lo peor. Convivís en un sí y un no constante, entre accionar o no según una u otra de las partes. Por un lado, lo que debés. Por otro, lo que sentís. Y como resultado de ese encuentro, te das cuenta de que si fueras un perrito que duerme la siesta y tiene quien le haga mimitos y le dé de comer, estarías mejor.
Es que el perro no conoce el nosequé. Si lo conociera, nunca más disfrutaría del Dog Chaw como si lo fuera todo. Sí, así como te pasó a vos, que estabas en la mejor, sin querer ni querer querer, que no lo necesitabas, pero que el nosequé sedujo a tu cabeza por un tiempo y ahora pensás que no vas a poder disfrutar nunca más de ese estado de no querer ni querer querer que antes te daba tanta paz. Hasta que aparece un nuevo nosequé de otro color. Y volvés a empezar.