miércoles, 12 de octubre de 2011

Cuando era más chiquito y jugábamos a la escondida, mi hermanito se tapaba los ojos y creía que los demás no lo veíamos.

Muchas veces nos pasa, a los no tan chiquitos, eso de cerrar los ojos y pensar que así la realidad desaparece. De hacernos los pelotudos e irnos silbando, mirando hacia otro lado mientras una voz interior nos grita la posta. 

Tal vez nos hacemos los sordos y los ciegos, porque la realidad que vivimos nos resulta más cómoda o simplemente porque le tenemos miedo al cambio.

Porque es molesto abrir los ojos. Los primeros parpadeos mañaneros entre lagañas son detestables. 

Además a veces es doloroso salir de la oscuridad: la luz enceguece al principio. Decepciona. Como cuando uno sale del boliche y parecen las cuatro de la tarde.

Pero nunca es la mejor opción hacernos los avestruces y dejar la cabeza metida en la tierra. 

Hay que salir, llenar los pulmones de aire -preferentemente fuera del Cordón Industrial- 


y animarse  a saltar al vacío sin arneses.

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